domingo, 24 de febrero de 2013

20. LAS CIUDADES INVISIBLES

Las ciudades invisibles es el título de una obra del escritor italiano Italo Calvino en la que encontramos descritas muchas ciudades fantásticas. Ninguna de ellas es reconocible; son todas inventadas. Es lo que haréis vosotros: crear una ciudad inexistente e imposible, darle nombre y describirla.

Leamos primero algunos ejemplos extraídos del libro de Calvino para tener un modelo:


BAUCIS

Después de andar siete días, a través de boscajes, el que va a Baucis no consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a gran distancia uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la ciudad. Se sube por escalerillas.

Los habitantes rara vez se muestran en tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada de la ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el follaje.


Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra, hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia.


ARMILLA

 Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros han terminado su trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas.

Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas.


La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua canalizados en las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos
modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.
 
OCTAVIA

Si queréis creerme, bien. Ahora diré como es Octavia, ciudad telaraña. Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: la ciudad está en el vacío, atada a las dos crestas por cuerdas y cadenas y pasarelas. Uno camina por los travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en los intervalos, o se aferra a las mallas de una red de cáñamo. Abajo no hay nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube, se entrevé más abajo el fondo del despeñadero.
Ésta es la base de la ciudad: una red que sirve para pasar y para sostener. Todo lo demás, en vez de alzarse encima, cuelga hacia abajo: escalas de cuerda, hamacas, casas en forma de bolsa, percheros, terrazas como navecillas, odres de agua, picos de gas, asadores, cestos colgados de cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para juegos, teleféricos, lámparas de luces, tiestos con plantas de follaje colgante.

Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Octavia es menos incierta que en otras ciudades. Saben que la resistencia de la red tiene un límite.

EUTROPIA

Al entrar en el territorio que tiene a Eutropia por capital, el viajero ve no una ciudad sino muchas, de igual tamaño y no disímiles entre sí, desparramadas en un vasto y ondulado altiplano. Eutropia es no una sino todas esas ciudades al mismo tiempo; una sola está habitada, las otras vacías; y esto ocurre por turno. Diré ahora cómo.

El día en que los habitantes de Eutropia se sienten asaltados por el cansancio, y nadie soporta más su trabajo, sus padres, su casa y su calle, las deudas, la gente a la que hay que saludar o que saluda, entonces toda la ciudadanía decide trasladarse a la ciudad vecina que está allí esperándolos, vacía y como nueva, donde cada uno tomara otro trabajo, otra mujer, verá otro paisaje al abrir las ventanas, pasará noches en otros pasatiempos, amistades, maledicencias. Así sus vidas se renuevan de mudanza en mudanza, entre ciudades que por la exposición o el declive o los cursos de agua o los vientos se presentan cada una con ciertas diferencias de las otras. Como sus respectivas sociedades están ordenadas sin grandes diversidades de riqueza o de autoridad, el paso de una función a la otra ocurre casi sin sacudidas; la variedad está asegurada por los múltiples trabajos, de modo que en el espacio de una vida rara vez vuelve uno a un oficio que ya ha sido el suyo.

Así la ciudad repite su vida siempre igual, desplazándose para arriba y para abajo en su tablero de ajedrez vacío. Los habitantes vuelven a recitar las mismas escenas con actores cambiados; repiten las mismas réplicas con acentos diversamente combinados; abren bocas alternadas en bostezos iguales. Sola entre todas las ciudades del imperio, Eutropia permanece idéntica a sí misma. Mercurio, dios de los volubles, patrón de la ciudad, cumplió este ambiguo milagro.

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