Giuseppe de Nittis: Colazione in giardino (1883) |
Marcel Proust (1871-1922) fue un escritor francés, autor de En busca del tiempo perdido, una serie de siete novelas por las que es reconocido como uno de los más grandes escritos de la Literatura Universal.
En la primera de ellas, Por el camino
de Swann, aparece un conocido pasaje en el que, al probar el narrador una
magdalena mojada en tila, se despiertan en su memoria, junto con el sabor de
las que tomaba en su infancia en el pueblo de Combray, los recuerdos por mucho
tiempo olvidados de cuando era niño.
Este fragmento muestra cómo a veces son las impresiones sensoriales más
aparentemente insignificantes (un olor, una música, un sabor) los que abren las parcelas más
olvidadas de la memoria.
La redacción de la semana consiste, pues, en narrar un recuerdo surgido de
una sensación. Como el texto de Proust, se escribirá en primera persona. En el
primer párrafo nos situaremos en el presente, donde, en contacto con el olor,
la música, el sabor escogidos, despertarán en nosotros sensaciones internas que
debemos describir y que nos transportarán a los recuerdos del pasado, que
también evocaremos en nuestro texto.
"Hacía ya muchos años que no existía para
mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando
un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me
propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que
no, pero luego, sin saber por qué, volví a mi acuerdo. Mandó mi madre por uno
de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que
tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por
el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por
venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un
trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas
del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me
aisló, sin noción de lo que lo causaba. [...]
¿De dónde podría venirme aquella
alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del
bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De
dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo
trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un
poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va
aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en
mí. [...]Dejo
la taza y me vuelvo hacia mi alma.[...] No sé. Ya no siento nada, se ha
parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo
de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en
su busca. [...]
Y de pronto el
recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía,
después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en
Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa) cuando iba a
darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada,
antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas sin comerlas, en
las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para
enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto
tiempo abandonados fuera de la memoria, no sobrevive nada y todo se va
disgregando! [...]
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdelena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar el porqué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té".
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