domingo, 31 de marzo de 2013

23. I ENCUENTRO INTERPLANETARIO


-Tú eres precisamente la persona adecuada –empezó a decir el director general desviando la vista después de haberme echado una mirada escrutadora. Yo temblaba; tenía un mal presentimiento-. Me acaban de decir que los llamados “magumagus” quieren contactar con nosotros. Todavía no hay un solo terrícola que haya entablado contacto directo con ellos. Pero antes de iniciar relaciones plenas, hemos decidido que, a modo de prueba, un representante de la Tierra y otro de Magumagu convivan durante una semana en uno de los domos de la base.

Como esperaba, se trataba de un trabajo que no me satisfacía, o más bien debería decir que me aterrorizaba.

-¿Y me ha elegido a mí?

El director asintió con una profunda inclinación de cabeza.

-En efecto. De todas las bases, creo que la nuestra es la más cercana a Magumagu.

-Tratándose de un período de convivencia, es conveniente que el representante de la Tierra esté dotado de un gran sentido común.[…]

-Tú eres la persona más sensata de toda la base. –Volvió a adquirir un semblante serio y habló en tono imperativo-: Vas a convivir con un magumagu.

Yo odiaba las tribus de otras especies, pero no tenía otro remedio. Al fin y al cabo, solo debía resistir una semana.

-Bueno, ¿y ese magumagu cómo es?

El director se puso algo nervioso y empezó a tamborilear la mesa con las yemas de los dedos.

-Pues no lo sé. Por eso te envío a convivir con él. Tendrás que observarlo todo: sus usos y costumbres, su actitud ante la vida, su forma de pensar, su carácter, y volverás habiéndolo aprendido. Tu interlocutor también tiene que aprender eso de ti, así que tú tendrás que enseñarle  todo lo que tenga que aprender.

-¿Y qué pasa si no puedo aprender nada? Por ejemplo, esto… si fuera de una raza que usa la telepatía, yo no tengo esa capacidad. O si se tratara de una raza muda que solo se comunicara con gestos…

-Ah, en cuanto a eso ya dispongo de la información. Los magumagus son capaces de hablar el idioma común de los humanoides, el mismo que tú debiste aprender en el colegio.

Eso me alivió.

-¿Humanoides? O sea, que no tienen forma de babosa, o de araña o pulpo, ¿no?

-No, hombre, tranquilízate, tienen forma humana. Además, no respiran con flúor, cloro o hidrógeno sulfúrico, sino con oxígeno. Como es lógico, al tratarse de humanoides, comparten con los terrícolas tanto la presión como la temperatura y la gravedad.

-El problema es el compañero que hayan elegido para mí –dije yo-. Por muy buena que sea la raza, si el que me toca en suerte es un bárbaro…


-No, por eso tampoco te preocupes –repuso el jefe, mirándome intencionadamente de arriba abajo-. Al contrario que nosotros, viene de la sede de Magumagu, así que está claro que es un excelente y selecto magumagu. […]

 

Así comienza el cuento del escritor japonés Yatusaka Tsutsui “El peor contacto posible”, en el que se relata un encuentro entre el narrador y un alienígena que acaba de forma catastrófica, pues los dos seres procedentes de mundos completamente dispares son del todo incapaces de lograr ninguna forma de comunicación, a pesar de ser ambos humanoides y compartir el lenguaje. Quizá quiera sugerirnos el autor que cada ser es un completo extraño para el otro, que los demás son para nosotros como extraterrestres con los que cualquier intento de comunicación es imposible.

No tiene que acabar igual vuestro relato, pues vosotros acaso seáis más optimistas y penséis que hay maneras de salvar las distancias que separan un ser de otro completamente distinto.

Partiendo de este principio vais a relatar el encuentro entre el narrador y un magumagu, tal como vosotros queráis imaginarlo. Podéis darle la orientación que queráis y el final que os apetezca.

No olvidéis las convenciones ortográficas para integrar el diálogo en el relato.

¿Es posible la comunicación entre terrícolas y magumagus? Vosotros decidís.

domingo, 10 de marzo de 2013

22. UNA SITUACIÓN RIDÍCULA

El relato de Julio Cortázar "Lucas, sus pudores", que forma parte de su libro Un tal Lucas, describe, en clave de humor, la extrema timidez del protagonista cuando tiene que usar el retrete durante una reunión social. Imagina que todos están escuchando los vergonzosos sonidos que produce, y cuando sale, piensa que todos están imaginando lo que acaba de hacer.
 
Este relato servirá de punto de partida para una redacción en la que debéis escribir sobre una situación cotidiana en la que os sintáis ridículos. Hay que narrar y describir pormenorizadamente los sentimientos que ello os suscita y por qué. A pesar de que el relato de Cortázar esté escrito en tercera persona, vosotros debéis hacerlo en primera persona. Vuestra redacción debe tener su toque humorístico, de acuerdo siempre con vuestro estilo particular de humor. Evitad, en cualquier caso, la grosería.
 
LUCAS, SUS PUDORES
 
En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metro del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.

    Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezará lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.

    Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.

    Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de un segundo a otro resonará el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar excento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.

    Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.


domingo, 3 de marzo de 2013

21. HÉROES DE CARNE Y HUESO

¿Tienes o has tenido algún héroe, alguien a quien admiraste, a quien quisieras parecerte? Es la ocasión de rendirle tributo contando quién es, cómo es y cómo ha sido su vida, qué has visto en esta persona que te haya marcado o de qué manera ha orientado tus decisiones o tu forma de ver las cosas.

E preferible que el héroe (o heroína) que describas sea real, pero admito también trabajos sobre personas que no conozcáis personalmente, o incluso que no sean reales. Lo indispensable es que verdaderamente sintáis que os han influido de forma decisiva.

Como ejemplo dejo este artículo de Arturo Pérez Reverte titulado "El viejo capitán", en el que habla de su tío marino, su héroe de infancia. Vosotros no tenéis que retroceder a la época infantil; este autor lo hace porque ya es mayor. Será interesante que habléis de vuestro héroe o heroína en la actualidad.


El viejo capitán

 
Mi tío fue el primer héroe de mi infancia. Cuando su barco tocaba en Cartagena, mis padres me llevaban al puerto, y junto a los tinglados del muelle contemplaba yo extasiado la maniobra de amarre, las gruesas estachas encapilladas en los norays, los marineros moviéndose por la cubierta y el último humo saliendo por la chimenea. A veces lo veía en la proa, como primer oficial, y más tarde, ya capitán, asomado al alerón del puente, arriba, inclinándose para comprobar la distancia con el muelle mientras daba las órdenes adecuadas. Después, inmovilizado el barco, yo subía corriendo por la escala, ansioso por pisar la cubierta vibrante por las máquinas, tocar la madera, el bronce y los mamparos de hierro, sentir el olor y el runrún peculiares del barco y llegar al puente, junto a la rueda del timón y la bitácora, donde estaba mi tío, que interrumpía un momento su trabajo para levantarme en brazos mientras yo admiraba las palas negras y doradas en las hombreras de su camisa blanca. Porque entonces los marinos mercantes llevaban gorra de visera con dos anclas cruzadas, palas en la camisa de verano y galones dorados en las bocamangas de hermosas chaquetas azules. En aquel tiempo, los marinos mercantes aún parecían marinos.

He dicho que lo idolatraba. Al día siguiente de su atraque, muy temprano, iba a su casa y me metía en la cama entre él y mi tía, para que me contara aventuras del mar. Nunca me defraudaba. Mientras mi pobre tía, resignada, se levantaba a prepararnos el desayuno, yo contenía la respiración, y con los ojos muy abiertos escuchaba cómo el capitán había naufragado cuatro veces en aquel viaje, y de qué manera heroica, rodeado de tiburones hambrientos, se enfrentó a ellos con un cuchillo, pensando todo el tiempo en su sobrino favorito. Otras veces me contaba cómo los crueles piratas malayos habían intentado abordar su barco en el estrecho de Malaca, el temporal que capeó doblando Hornos o cuando tocó un iceberg estando al mando del Titanic, sin botes para todos los pasajeros. Y yo lo abrazaba, emocionado, y se me escapaban las lágrimas, sobre todo con el episodio de los tiburones, cuando me contaba cómo, uno tras otro, habían ido desapareciendo todos sus compañeros menos él.

Luego crecí, y él envejeció, y tuvo hijos que a su vez lo esperaron en los puertos. En ocasiones, mi vida profesional llegó a juntarse con la suya y navegamos juntos, como cuando coincidimos, cosas de la vida, reportero y capitán, en la evacuación del Sáhara en el año 75, mandando él el último barco español -ya le había ocurrido en Guinea, era experto en últimos viajes- que salió de Villa Cisneros. Y al fin, un día, después de cuarenta años navegando, se jubiló y quedó varado en tierra; junto al mar pero tan lejos de él como si estuviese a quinientas millas de distancia. Y a pesar de lo que siempre creyó, con una mujer maravillosa y unos hijos adorables, no fue feliz en tierra. Iba a verlo -ahora era yo quien contaba aventuras entre tiburones- y allí, en su salita llena de libros y recuerdos acumulados como restos de un naufragio, fumábamos y bebíamos, recordando. Sólo se le iluminaban los ojos de verdad cuando recordaba, y yo procuraba animarlo a eso. Luego pasaba horas apoyado en la ventana, en silencio, mirando caer la lluvia, y yo sabía que añoraba otros cielos y mares azules. Pero el mar de verdad ya no le interesaba. Había llegado a odiarlo por hacer de él un apátrida, un fantasma varado en la tierra desconocida y hostil. Sus hijos tampoco lograron traspasar la barrera. El mayor compró un barquito que él apenas pisaba. Se volvió huraño, hipocondriaco. Cuando tuve mi primer velero, lo llevé conmigo mar adentro, esperando reconocer por un instante al ídolo de mi infancia. Pasó todo el día sentado, mirando el horizonte en silencio, dos dedos sobre el pulso de su mano derecha. Nunca volvimos a navegar juntos. Nunca volví a hablarle del mar.

Murió hace un par de años. Esta mañana he estado mirando un viejo cenicero de cristal de la Trasmediterránea en forma de salvavidas que siempre admiré desde niño, y que poco antes de morir hizo que me entregaran. Fue al mar, y nunca volvió. Era un buen marino. Y, como ocurre con los mejores barcos, se deshizo al quedar varado en la costa. Pero jamás lo olvidaré cuchillo en mano, nadando entre tiburones.