Leamos primero algunos ejemplos extraídos del libro de Calvino para tener un modelo:
BAUCIS
Después de
andar siete días, a través de boscajes, el que va a Baucis no consigue verla y
ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a gran distancia uno de
otro y se pierden entre las nubes, sostienen la ciudad. Se sube por
escalerillas.
Los habitantes rara vez se muestran en tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada de la ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el follaje.
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra, hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia.
ARMILLA
Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas.
La
explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua canalizados en las
tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a remontar
las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo reino acuático, manar
de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos
modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.
modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.
OCTAVIA
Si queréis creerme, bien. Ahora diré como es
Octavia, ciudad telaraña. Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: la
ciudad está en el vacío, atada a las dos crestas por cuerdas y cadenas y
pasarelas. Uno camina por los travesaños de madera, cuidando de no poner el pie
en los intervalos, o se aferra a las mallas de una red de cáñamo. Abajo no hay
nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube, se entrevé más abajo el
fondo del despeñadero.
Ésta es la base de la ciudad: una red que sirve para
pasar y para sostener. Todo lo demás, en vez de alzarse encima, cuelga hacia
abajo: escalas de cuerda, hamacas, casas en forma de bolsa, percheros, terrazas
como navecillas, odres de agua, picos de gas, asadores, cestos colgados de
cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para juegos, teleféricos,
lámparas de luces, tiestos con plantas de follaje colgante.Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Octavia es menos incierta que en otras ciudades. Saben que la resistencia de la red tiene un límite.
EUTROPIA
Al entrar en
el territorio que tiene a Eutropia por capital, el viajero ve no una ciudad
sino muchas, de igual tamaño y no disímiles entre sí, desparramadas en un vasto
y ondulado altiplano. Eutropia es no una sino todas esas ciudades al mismo
tiempo; una sola está habitada, las otras vacías; y esto ocurre por turno. Diré
ahora cómo.
El día en
que los habitantes de Eutropia se sienten asaltados por el cansancio, y nadie
soporta más su trabajo, sus padres, su casa y su calle, las deudas, la gente a
la que hay que saludar o que saluda, entonces toda la ciudadanía decide trasladarse
a la ciudad vecina que está allí esperándolos, vacía y como nueva, donde cada
uno tomara otro trabajo, otra mujer, verá otro paisaje al abrir las ventanas,
pasará noches en otros pasatiempos, amistades, maledicencias. Así sus vidas se
renuevan de mudanza en mudanza, entre ciudades que por la exposición o el
declive o los cursos de agua o los vientos se presentan cada una con ciertas
diferencias de las otras. Como sus respectivas sociedades están ordenadas sin
grandes diversidades de riqueza o de autoridad, el paso de una función a la
otra ocurre casi sin sacudidas; la variedad está asegurada por los múltiples
trabajos, de modo que en el espacio de una vida rara vez vuelve uno a un oficio
que ya ha sido el suyo.
Así la
ciudad repite su vida siempre igual, desplazándose para arriba y para abajo en
su tablero de ajedrez vacío. Los habitantes vuelven a recitar las mismas
escenas con actores cambiados; repiten las mismas réplicas con acentos
diversamente combinados; abren bocas alternadas en bostezos iguales. Sola entre
todas las ciudades del imperio, Eutropia permanece idéntica a sí misma.
Mercurio, dios de los volubles, patrón de la ciudad, cumplió este ambiguo
milagro.