domingo, 27 de enero de 2013

16. PAYADA DE LA VACA


La payada, en Argentina, Uruguay, sur de Brasil, y parte de Paraguay, o paya en Chile, es un arte poético musical perteneciente a la cultura hispánica, que adquirió un gran desarrollo en el Cono Sur de América, en el que una persona, el payador, improvisa un recitado en rima, cantado y acompañado de una guitarra. Cuando la payada es a dúo se denomina contrapunto y toma la forma de un duelo cantado, en el que cada payador debe contestar payando las preguntas de su contrincante, para luego pasar a preguntar del mismo modo. Estas payadas a dúo suelen durar horas, a veces días, y terminan cuando uno de los cantores no responde inmediatamente a la pregunta de su contendiente.

Es un arte emparentado con el versolarismo vasco, el trovo alpujarreño y el repentismo cubano. Este tipo de "discusión dialéctica" responde a un patrón que ha estado presente en un gran número de culturas, y forma parte de la tradición asiática, de las culturas griega y romana y de la historia del Mediterráneo musulmán.”

En torno a las payadas hay incluso leyendas, como la de Santos Vega, un payador que se enfrentó en duelo de versos al mismísimo diablo oculto bajo el nombre de Juan Sin Ropa. Adjunto la leyenda al final, relatada por Mujica Laínez.

No penséis que esto de disputar en versos es una costumbre anticuada. También es practicado por los raperos. Estos realizan “batallas de gallos”, competiciones basadas en la capacidad para improvisar en un combate verbal uno contra uno entre dos raperos cuyo objetivo es, mediante rimas, humillar y quedar por encima del rival.

En este vídeo vemos un duelo entre raperos y payadores. ¿Qué estilo preferís, el más romántico y tradicional de los payadores o el agresivo y malhablado de los raperos?

http://payadas.com/payadores-vs-raperos

El famoso grupo argentino de músicos y humoristas Les Luthiers compuso una conocida payada en clave cómica, la “Payada de la vaca”, que podemos ver en el siguiente enlace:

[]


Y que también podemos cantar acompañados de una guitarra si queremos, porque en esta dirección  aparecen la letra y los acordes:


Después de todo lo que hemos visto, escuchado y leído os anuncio que tendréis que escribir una payada. Lo más sencillo será que compongáis un acertijo con la consiguiente respuesta, al modo de Les Luthiers, aunque también podéis hacer un reto con su contestación, como en el vídeo de los payadores. Escribiréis dos intervenciones, de ocho versos  cada una, versos octosílabos y un esquema métrico como este, con rima consonante: -aabba-a

Ejemplo de la Payada de la Vaca:

Nómbreme usted el animal
que no es toro ni cebú 
Que pa ayudar la salud 
y pa que a usted la aproveche 
Le da la carne y la leche 
 n generosa actitud
Tiene cola y cuatro patas
Y cuando muge hace muuuuuu.
 
         *
Le contesto en ocho versos 
así su enojo se aplaca
El error que usted me achaca
no es error ni es para tanto
En octosílabos canto
con rima que se destaca
Con elegancia lo digo
sin hacer tanta alharaca
 
¡¡¡La vaca!!!
 
 
Para terminar, dejo la leyenda de Santos Varga antes prometida, puesta por escrito por Manuel Mújica Láinez.
 

EL ÁNGEL Y EL PAYADOR

 

Esto sucedió, señores, allá por los años en que derro­tamos a los brasileros en la batalla de Ituzaingó; quizás un poco antes, hacia 1825. La fecha de Ituizangó no pue­do olvidarla, porque la conservo en el dibujo de la hoja de un cuchillo que me regaló un puestero de Balcarce. Vaya a saber quién fue su dueño. Si me prestan, pues, atención, escucharán una historia que me contó mi abue­lo. Era un hombre serio y se la había oído a su padre. Yo la llamo «el cuento del Ángel y el Payador», para acortar, pero el verdadero nombre sería «el cuento del Ángel, el Diablo y el Payador»: y pongo al Ángel prime­ro por su condición divina; después a Mandinga para que no se enoje; y por último al Payador porque, a pe­sar de haber sido el más grande que pisó nuestros pa­gos, y tanto que lo solían apodar «aquel de la larga fama», no era más que un hombre y como tal capaz de todas las debilidades. Ya colegirán que estoy hablando de Santos Vega.

El padre de mi abuelo lo vio una vez en una pulpe­ría de Dolores y decía que era un gaucho buen mozo, tostado por el sol y el viento, más bien bajo y delgado, con la barba y el pelo renegridos. Claro que en la época de lo que voy a referir andaría arañando los setenta y el pelo y la barba se le pusieron blancos como leche. Había sido rico. Había tenido estancia y tropillas, pero por entonces no le quedaban más pilchas que lo que lle­vaba encima, más plata que las dos virolas del cuchillo de cabo negro, y más flete que un alazán tostado como él y un potrillo de barriga redonda: el Mataco.

La fama de Santos Vega se esparció por todo el campo argentino. Los paisanos lo adoraban como a un dios Por eso la gente cree que fue un personaje imaginario, pues les resulta imposible que un individuo de carne y hueso como ustedes y yo, ganara con la guitarra tanta reverencia.

Algunos lo pintan como un gaucho malo que se pasó la vida cobrando una deuda de sangre a los jueces de paz y acuchillando a cuanta partida de la ley se le cruzó en el camino. No es cierto. Así por lo menos lo declaraba mi antepasado. Puso su gloria en la guitarra y no necesitó andar marcando cristianos para merecer el respeto de los criollos: no porque no fuera valiente, entiéndanme bien, sino porque para él lo principal fue la guitarra.

Y ¡qué guitarra! Juraba mi abuelo que su padre la describía como si tuviera vida propia. Decía que cuando Vega se afirmaba en ella y empezaba a acariciarla, su caja se estremecía como un cuerpo de mujer, y que las cintas de colores patrios con las cuales la habían engalanado las chinas querendonas, se movían como trenzas tironeadas por el aire. Esto sí puede ser exageración. ¡Vaya uno a saber! Todo lo que atañe a Vega se oscu­rece con tanto misterio que lo mejor es escucharlo tran­quilamente, sin impresionarse por su rareza.

 Con esa guitarra se arrimó a cuanto fogón hospitala­rio se encendía en la provincia. De repente aparecía por San Pedro y de repente por Chascomús; un día lo en­contraban en la Magdalena y el otro en Lujan o en Arre­cifes, como si galopara sobre el pampero. Varias veces estuvo en Buenos Aires y es fama que su entusiasmo calentó a los mozos de las estancias y los obligó a arrear sus tropillas hasta la capital, cuando la patria los reque­ría para los ejércitos, después del 25 de mayo. Se los trajo cantando: hacía lo que quería con la voz.

 Algunos gauchos aseguraban que lo habían visto al mismo tiempo en dos lugares. Así nació su leyenda. No faltaba a los fandangos ni a los velorios del angelito. Apenas empezaba el paisanaje a juntarse en cualquier sitio alrededor de un asado con cuero y tortas fritas, y apenas se desataba el zapateo de un malambo o el bas­tonero anunciaba un pericón, ya barruntaba la concurrencia que Santos Vega se descolgaría de las nubes aunque no le avisaran. Y era así. Entonces aquello se ponía lindo. El payador se acomodaba en las raíces de un ombú o al amparo de la ramada y cantaba unos estilos y unos tristes que no ha vuelto a cantar ninguno. Al principio algunos se animaban a payar con él, pero pronto com­prendieron que no podría vencerle nadie. Cuentan que hasta los perros lo rodeaban y los pingos, con las orejas tiesas, y que los tucutucos salían de sus cuevas para es­cucharlo.

 Hasta que la gente comenzó a decir que el único que conseguiría ganarle en una payada sería el Diablo mismo, porque no existía hombre capaz de tal hazaña. Él se reía y contestaba que cuando el Diablo quisiera lo esperaba de firme. Y ese pensamiento orgu­lloso casi lo condenó a penar para siempre en las viz­cacheras infernales.

Pero vamos a mi cuento. Sucedió, pues, hacia 1825, y me parece que Bernardino Rivadavia estaba al frente del gobierno, aunque es posible que me equivoque y haya sido otro. Libros hay que sacarán de dudas a los fastidiosos, pero los libros están lejos y yo no sé qué desconsideración me tiene la lectura que al ratito me hace lagrimear.

Había en Buenos Aires, por aquel entonces, un barrio que llamaban del Pino, a causa de un árbol gigantesco cuya sombra invitaba a los pájaros. Si mal no recuerdo, ese barrio se extendía por donde corre hoy la calle Mon­tevideo, cerca de Santa Fe. Un boliche atraía los paisa­nos al atardecer junto al árbol mentado. Acudían de todas partes de la ciudad a jugar a la taba, a perder los patacones en las riñas de gallos, las cuadreras y las sor­tijas, y a hacer boca con una azumbre de caña: la gine­bra era superior.

Un día el barullo cesó temprano, porque Santos Vega, ya viejo, se había echado a dormir bajo las ramas y no querían molestar su sueño. Cuando nadie lo espe­raba, surgió por allí un moreno desconocido. Era su es­tampa, dice mi bisabuelo, la de un gaucho malevo, alto y flaco, con una cara afilada como un facón y unos ojos de bagual. Montaba un parejero que a los gauchos los dejó medio locos, un doradillo que cuando le daba el sol echaba luz. Vestía de negro y su único adorno era un cinto lleno de monedas de oro, lo mismo que la rastra. ¡De oro, señores, como están oyendo!

Se acercó a don Santos sin saludar a nadie y lo despertó rozándole el hombro con el rebenque.

—Mire, amigo —explicó—, me he enterado que hace tiempo que me busca para una payada. Aquí estoy para lo que mande.

Vega entreabrió los ojos pesados de sueño y lo estuvo observando un rato:

—Yo no lo conozco, compadre; ni siquiera sé su nombre.

El enlutado rió con una risa fea:

—Lo mismo vale un nombre que otro, lo que impor­ta son las uñas. Si le parece, puede llamarme Juan Sin Ropa, y si le parece no payaremos. Puede ser que esté cansado.

Se había formado alrededor una rueda de guapos que murmuraban de asombro. Intervino el pulpero abombado, después de darle un beso a la damajuana:

—Usté no sabe con quién se mete, don. Éste es San­tos Vega.

—De mentas lo conozco y me tiene a su disposición. Don Santos estiró los brazos y se levantó:

—Cuando guste, Juan Sin Ropa.

—Usté primero, don Santos.

Debió ser cosa de verse. El viejo rompió en un pre­ludio en el que daba la bienvenida al misterioso adver­sario, y aguardó.

Cuando le tocó responder al moreno y empezó a flo­rearse como baqueano, todos comprendieron que la cosa sería larga, y aunque no se tomaron apuestas pues esta­ban seguros del triunfo del más anciano, alguno sintió que un frío finito le corría por la espalda.

¿Para qué les repetiré lo que siguió? Es cosa que sabe todo el mundo. Tres días y tres noches estuvieron cantando. La cifra pasaba de boca en boca sin que die­ran muestras de abandonar. Hasta que la concurrencia notó que don Santos flaqueaba. Más de una vez se de­tuvo, esperando la inspiración, y repitió versos que ya se habían oído. En cambio el otro continuaba como un político de esos que tienen charla hasta el día del Juicio Final. Por fin Vega no pudo más y arrojó la guitarra. Entonces Juan Sin Ropa lanzó una carcajada tan sinies­tra que los hombres se santiguaron. El pino se incendió de arriba abajo como una hoguera que prende en un pajonal, y el payador victorioso arrancó la bordona del viejo de un manotazo que hizo relampaguear sus uñas como navajas. Luego desapareció entre las llamas que envolvían al árbol. Era el Diablo, que le había salido al encuentro a quien lo retó a duelo, ignorando que no se juega con Satanás. Disparó el paisanaje y no me extraña. También hu­biera disparado yo. Sólo el pulpero quedó allí: la tranca lo había dejado duro como palenque de potro. Entonces se abrió el ramaje como una cortina de fuego, y un mu­chachito de unos doce años se acercó al vencido que se tapaba la cara con el poncho.

—Vamos, tata —le dijo, y lo ayudó a levantarse.

El viejo tomó la guitarra y lo siguió cojeando. Mon­tó en su alazán y el mocito saltó en el potrillo barrigón. Se alejaron al tranco y nadie volvió a verlos en Buenos Aires.

Contaba mi bisabuelo que galoparon sin pronunciar palabra hacia los pagos del Salado. En Chascomús reco­nocieron a Vega. Iba doblado sobre el flete y el mucha­cho trotaba detrás. Había cazado dos mulitas que lle­vaba a los tientos. Como era invierno, no paraba de llover y de soplar un viento rabioso. A don Santos se le pegaba el poncho sobre el chiripá y el calzoncillo cri­bado.

Llegaron así una noche a la estancia de don Gerva­sio Rosas, la que fue después de Sáenz Valiente, en la boca del Tuyú. Los peones ya habían asegurado la ha­cienda, porque la tormenta no amainaba, y mateaban en el puesto Las Tijeras, cuando oyeron ladrar. El capataz se asomó a la puerta, gritando para contener a los pe­rros y éstos obedecieron su orden. Entonces Santos Vega y su compañero entraron en la cocina. Chorreaban agua como si recién salieran del río.

El capataz abrazó al payador:

— ¡Bien haiga, don Santos, arrímese al fuego! ¡No tenía el gusto de verlo desde sus payadas en la esquina La Real!

El viejo casi no respondió. Venía medio muerto por el disgusto y por el frío. Se quitó el poncho, aceptó un amargo y se acomodó junto a las brasas. El mocito acercó una de las mulitas al fogón para asarla. Comieron despacio y don Santos se durmió. Tiritaba y hablaba en sueños. Los paisanos fueron tumbándose también sobre ­los aperos. Sólo velaba el muchacho. ¿No les he dicho cómo era? Tenía el pelo negro y lacio, volcado sobre las orejas, y unos ojos como dos carbones pero azules. Con el caparazón del otro bicho se puso a hacer una guitarrita que era un primor.

La noche entretanto andaba y la lluvia batía la paja quinchada del rancho. Por ahí se despertó Santos Vega. Los reflejos del fogón le iluminaban la barba noble abierta sobre el pecho. Estuvo espiando al mocito y murmuró:

—Mira, muchacho, sé que voy a morir y que iré al Infierno.

—¿Y por qué al Infierno, tata?

—Porque he sido un mal cristiano y Dios es justo. Aquel hombre que me venció en la pulpería del Pino no era un hombre: era el propio Mandinga. Me ha vencido porque fui soberbio y quise medirme con él. Ahora ten­dré que pagar mi pecado.

El niño se sonrió como un ángel. Ya les adelanté al comenzar que éste se llama «el cuento del Ángel y el Payador», de manera que habrán colegido que era un ángel. Y ¿qué ángel?, me preguntarán. Pero tendrán que perdonar mi ignorancia. Puede que fuera el Ángel de la Guarda de don Santos, o un ángel que bichó desde las nubes lo mal que le iba en su versería con el Demonio. Sí, para mí era uno de esos ángeles que tocan música para alegrar al Señor. Probablemente no le habrá gus­tado que el Malo pudiera andar contando por ahí que había maltratado al mejor payador criollo. Quería tener­lo en el Cielo con su guitarra, para que la orquesta sa­grada sonara mejor. ¡Vaya a saber!

—Usté no se va al Infierno, tata —le dijo—. Yo le propongo que payemos ahora mismo, sin esperar. Si me vence a mí, le prometo que se va derechito al Cielo. Se sonrió don Santos melancólicamente:

—¿Y vos qué sabes de estas cosas?

Por respuesta el ángel rasgueó su instrumento tan lindamente que al viejo, enfermo y todo como estaba, los ojos le brillaron.

—Pero es al ñudo, yo no puedo cantar con vos. Aquel malvado me cortó la bordona.

El mozo tocó la cuerda con un dedo y don Santos se persignó, porque la cuerda se estiró como si fuera una serpiente y se enredó sola en la clavija. Al mismo tiem­po un gran resplandor inundó la cocina, como si hubie­ran prendido mil velas, y el payador vio que la cosa iba en serio.

Payaron toda la noche, la guitarra contra la guitarrita, y lo milagroso es que ni uno de los peones se desper­tó. Afuera la lluvia enmudeció para escucharlos y el cie­lo se fue pintando de estrellas. ¡Qué payada, señores! El viejo se esforzó como nunca. Adivinaba que de su inspi­ración dependía la gloria eterna. Yo no sé si el ángel se habrá dejado ganar de puro bueno, pero lo cierto es que anduvo apurado. A veces se sacudía y la pieza se llenaba de plumones celestes. Don Santos, para apre­tarlo, le preguntaba por las cosas de la tierra, y el de los ojos azules retrucaba preguntándole por las del cie­lo. Por fin el mozo se iluminó todo como una imagen del altar, y suspiró:

—Me ha derrotado en buena ley, don Santos.

Al viejo se le cerraron los párpados ahí mismo. Al día siguiente lo enterraron a la sombra de un tala, en campo verde, donde lo pisara el ganado, como pedía en sus trovos. Los peones clavetearon un cajón hecho con maderas de los barcos hundidos en la playa vecina du­rante la guerra con el Brasil. Agregaba mi bisabuelo que el payador sonreía cuando le dieron sepultura, como si ya hubiera empezado a cantar delante de Tata Dios.

domingo, 20 de enero de 2013

15. ANTIHÉROES


Esta semana vais a escribir una narración. Vuestro texto será un relato corto protagonizado por un antihéroe. Ya sabéis por las clases de Literatura que un antihéroe es un personaje corriente, que presenta cualidades contrapuestas a la del héroe convencional, ya sea por su aspecto, su modo de vida, sus motivaciones o los resultados que obtiene en sus empresas. Es todo lo contrario del personaje noble, guapo, perfecto, al que todo le sale bien.

La literatura y el cine están llenos de antihéroes; en realidad suelen resultar más divertidos y simpáticos a los lectores, que se identifican con él o simplemente se ríen de sus cómicos lances. Desde Lázaro de Tormes o Don Quijote hasta el popular Homer Simpson hay una larguísima lista de antihéroes de ficción.

Vuestro relato debe presentar la descripción y una aventura de un antihéroe, ambientada en la época y el lugar que queráis. Puede estar narrada en primera o tercera persona, a vuestro gusto.

domingo, 13 de enero de 2013

14. INSTRUCCIONES

INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA, de Julio Cortázar

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

INSTRUCCIONES PARA LLORAR, de Julio Cortázar

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
http://www.youtube.com/watch?v=0gO5yUxlESQ
http://www.youtube.com/watch?v=Rz4wzvDhyu0&feature=endscreen&NR=1


"Si quisiéramos explicarle a alguien por teléfono con todo detalle cómo atarse los cordones de los zapatos, no lo lograríamos, porque ese acto requiere movimientos musculares de una precisión de fracciones de milímetro y el lenguaje sólo nos permite expresar categorías como grande, pequeño, izquierda, derecha, arriba, abajo…”, dice el lingüista Steve Pinker. Julio Cortázar sí logra escribir las instrucciones de acciones muy cotidianas en estos textos, aunque su intención no es práctica, sino artística y humorística.

Vuestra tarea consiste precisamente en desafiar a Steve Pinker y, a la manera de Julio Cortázar, escribir unas instrucciones para inflar un globo, para ponerse los zapatos o para roncar. Ten en cuenta que no debes dar por supuesto que nuestros imaginarios interlocutores saben de antemano cosas que nos parecen obvias. Hay que ser tan preciso como si se tratara de un texto técnico, y al mismo tiempo procuras que el texto no resulte pesado sino ingenioso.